La banda de Infantería de Marrina tocaba “Ganando barlovento”, esa marcha que sacó a la música militar española del chimpún africanista para meterla directamente en las barras y estrellas de Sousa.
Las bases americanas nos dejaron niños mulatos de los sargentos negros que se casaron con lirios morados del café de La Bizcocha; barcos que el más joven había hecho la batalla de Midway; leche en polvo y queso rosa para el florido pensil; y esto de que la banda de San Fernando, ganando barlovento en la bahía, hiciera de la calle Real de la Isla un Norkfold con sardinetas el día de la Virgen del Carmen.
Asomaba por la punta de San Felipe, a motor, no el San Felipe Campuzano cuyas rimas celestiales merecerían la beatificación, al menos como la del fundador del Opus Dei, era el Juan Sebastián de Elcano, que volvía esta vez de dar media vuelta al mundo.
La vieja ciudad, que siempre está esperando que le llegue el último galeón para sacarla de su larga siesta, encuentra dos veces al año ocasión de sueños con el bergantín-goleta.
Cuando por Enero Elcano leva anclas y suelta el trapo frente a la Alameda, o cuando con las mareas de Santiago llega desde Marín para pasar su ITV en la Carraca, la vieja ciudad revive por unas horas su grandeza perdida, cuando zarpaban los galeones de la Carrera de Indias caminito de Veracruz, o cuando los vapores de Don. Antonio López iban dando el cante de que ni Santo Domingo es santo ni Puerto Rico es tan rico para que lo veneren tanto.
Sonaba luego la Chiclanera. Y como ese pasodoble es para bajar la mano y arrimarse, la vieja ciudad se estiraba con su sueño frente a los toritos de la mar que le han tocado en el sorteo de la crisis.
La dorada sirena del mascarón miraba el horizonte de torres y azoteas, y no encontraba por lugar algunos hombres jubilados en la flor de la edad en los mostradores de los baches de la Viña; ni muchachos enganchados a la droga en las casapuertas del barrio de Santa María.
El tiempo había vuelto atrás por un instante en la mirada de la sirena, que veía trabajo en el Dique, jornales en el Astillero, hasta alegría en los pimpis que se buscaban la vida y la encontraban en el muelle.
En el palo más alto, una banderita le decía al viento que el bergantín traía a bordo, un año más, como una clepsidra de sál, los sueños de la ilusión perdida. Las alegrías que contaron un día que la murallitas ya se las estaban derribando a la ciudad, dan ahora el cante de la tristeza de saber que la siguen cercando los altos muros de la desesperanza. Ese cante que el levante trae de una esquina con un cañón de bronce ha callado. Como una dorada novia, blanca de espumas, Venus de sueños nacida entre las olas del finibusterre, llega la sirena del mascarón de Elcano, le da un beso a la ciudad y, princesa encantada siempre de haber conocido tanta belleza, la despierta por un instante.
Pero de pronto calla la música en el muelle. Las maromas que jalaron los marineritos amarran ya al bergantín al muelle del vapor. El sueño ha terminado. El prejubilado vuelve a su media limeta y el drogata a su papelina. Y así otra vez hasta un día 10 de Octubre, en que ya no sonarán esos tangos nuevos con los que volveremos a soñar que la Salve Marinera enciende, como el destello del faro, la apagada ciudad que fué estrella de los mares.
Sonarán a bordo de uniforme blanco inmaculado las melodías y poemas con voz cazallera de ese cumplidor de promesas hechas al Juán…no al Sebastián de Elcano, a ese otro JUAN DE BORBÓN, que, sin sorpresas, pedirá disculpas a Dios por abandonarlo en sus cánticos de meapilas, para escuchar los acordes Campuzaneros de ese Himno Nacional en donde la guitarra llora por escarnio de los jodidos etarras.