Quisiera morirme el día
en que ya esté casi muerto
de pura melancolía.

Ponedme el tiempo en el lado
más feliz de la memoria;
allí donde está aquel niño
de mi placeta remota.
Dejádmelo emtre las sienes,
desnudo como las rosas,
con una tarde en los ojos
y una mañana en la boca.

Y en la cabecera
ponedme un jarro de sol
y un vaso de primavera.
Que no me falte una copa,
aunque la muerte sea mucha
y la sed de vivir poca.

Pues pienso que me ha de dar
una gran sed de beberme
de un trago la eternidad.

Djadme los pies desnudos;
no me los calcéis,
porque no pienso moverme
del sitio en que me enterréis.

Dejadme las manos fuera;
en la izquierda un ramo verde
de acacia;
en la derecha un charquito
de agua clara.
Y a ver si la acacia crece
y el agua se multiplica
hasta vestirme los huesos
con una muerte florida.

Y si es posible, plantadme
sobre la tierra del pecho,
un álamo-pozo erguido
de movible encantamiento-.
Por él mi voz y mi sangre
treparán para cantaros,
la sangre resuelta en hojas
y la voz resuelta en pájaros.

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